Publicado 16/02/2018 08:00

Fernando Jáuregui.- Vencer el espíritu de Atila

MADRID, 16 Feb. (OTR/PRESS) -

Conozco solo tangencialmente al empresario mediático Jaume Roures y de mi escaso contacto con él solo puedo decir que entre nosotros se generó una instantánea antipatía mutua. Jamás trabajé ni colaboré en sus medios. Por eso creo que tengo títulos de cierta credibilidad cuando digo que me pareció incomprensible el informe de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, atribuyéndole un papel estelar en el procés independentista. No he visto pruebas concluyentes de tal participación activa en la nota de la Benemérita, y también estoy en desacuerdo con algunos comentarios que a este respecto he escuchado y leído: ni ser trostskista, ni independentista, ni rico, ni antipático son, desde luego, causa bastante para incriminar a alguien de manera pública en un proceso delictivo. Quizá las escuchas -judicialmente autorizadas, es de suponer- practicadas a Roures y sus colaboradores arrojen indicios que a mí ahora me son desconocidos: pero las acusaciones hay que basarlas en hechos, no en indicios.

Y esto es algo que, unido a otras cuestiones anteriores, me suscita una indudable preocupación: el Estado de derecho ha de defenderse de quienes pretenden atacarlo, desmembrarlo o debilitarlo. Pero haciendo prevalecer en esta defensa todas y cada una de las garantías democráticas, y no aceptando jamás que en toda guerra la primera víctima es la verdad, seguida de la libertad de expresión.

Lo digo porque percibo un pétreo cierre de filas en el lado llamémosle constitucionalista -en el otro ya ni digamos, claro-- ante el enorme ataque independentista de que somos objeto el conjunto de los españoles, los catalanes incluidos. Y ese cierre incluye lo que yo considero excesivos rigores judiciales a la hora de mantener prisiones provisionales, una desmedida vehemencia mediática frente al 'contrario' y una radicalización en la opinión pública que, una vez más, nos sitúa ante las dos Españas, la de los 'buenos' y la de los 'malos'. Y yo, al menos, eso no lo quiero en mi muy amado país.

Es urgente el debate, el diálogo, la confrontación de ideas -de ideas, digo--. Que tertulianos de un lado acudan a programas del otro lado. Que los constitucionalistas y juristas de ambas partes expongan en foros comunes sus puntos de vista contrapuestos. Normalicemos la discrepancia. Y eso supone fomentar las apariciones públicas de aquellos que expresan posiciones que nos disgustan. Incluyendo el independentismo de un territorio respecto del conjunto nacional. No, no me gustan, señor Roures, sus ideas, pero, como decía Voltaire, estoy dispuesto a dejarme la vida para que usted siga exponiéndolas libremente. Y creo que bien harían algunos jueces, comenzando por el ahora y seguramente a su pesar 'supermagistrado' Llarena, en explicar mejor algunos de sus autos, tan controvertidos, tan polémicos, como el que afecta al ex conseller Forn, por cuya trayectoria y postulados, debo advertirlo, siento una simpatía casi semejante a la que me distancia de Roures; pero una cosa es eso y otra mantenerlo en prisión provisional aludiendo a que no ha cambiado sus ideas independentistas, que es lo que se deducía del mentado auto judicial. Las ideas no delinquen, aunque delito pueda ser la manera de llevarlas a la práctica.

El país necesita, hay que decirlo una vez más, política. Y, para mí, la política es el arte de hacer posible lo que parecía imposible, la habilidad de coser rotos que parecían irrecuperables, de hacer bueno aquel 'hablando se entiende la gente' esgrimido por el Rey Juan Carlos I la primera vez que, hace más de dos décadas, hubo de recibir institucionalmente a un dirigente republicano. La política es, en suma, ese encuentro cara a cara entre Adolfo Suárez y Josep Tarradellas que instauró una orteguiana y beneficiosa 'conllevanza' con la problemática catalana, una 'pax cataláunica' -de Catalaunia, conste, que no de Cataluña- que, derrotado el espíritu de Atila, se iba a prolongar durante treinta años. Y que solo se rompió cuando volvieron algunos de esos políticos que, allí por donde galopan, no vuelve a crecer la hierba.

Y eso es, creo, lo urgente: acabar de una vez con ese 'complejo de Atila' que a veces se enseñorea de quienes parecen querer acabar con el Imperio romano o, en otros términos, con el sistema. O, más modestamente, con la conllevanza imprescindible entre unos españoles y otros.