Publicado 02/01/2018 08:00

Rafael Torres.- Diana

MADRID (OTR/PRESS)

De cuanto espantoso es capaz de perpetrar el ser humano, el asesinato de una niña, de un niño, es lo más perturbador. Todos los días, en todas partes, niños y adolescentes son víctimas de una especie de párvulo genocidio que los mata de hambre, que los ahoga en el mar cuando revientan las frágiles embarcaciones en las que pugnan por huir de su destino, que les destroza al estallar los barriles de explosivos que contra ellos lanzan regímenes criminales, o víctimas de palizas, de extenuación, de enfermedades inducidas o de cualquier depredador, pero Diana Quer, que era una niña, que lo era enteramente pese a su desarrollo corporal, venía a representar, por ser de de la familia, el arquetipo de la niña secuestrada, brutalizada, asesinada, desaparecida.

2017 no pudo cerrarse de una manera más siniestra, con el hallazgo de sus restos en el pozo de una fábrica abandonada. Por la abundante presencia de su imagen en las redes sociales, reproducidas por los medios hasta la saciedad durante los 490 días que duró su búsqueda, sabemos que era una niña: por sus mensajes, por sus canciones, por sus bailes, por todo. Y por serlo, y por ubicarla la última vez en la noche cerrada, caminando sola en descampado y entre naves abandonadas, sin más bagaje que el teléfono móvil que aparecería hecho añicos en el fango de una ría, nos temíamos lo peor. Y no parece sino que, por desgracia, sólo acertamos cuando nos tememos lo peor.

Quien tiene hijos pequeños o adolescentes, y no digamos hijas, ha vivido la desaparición de Diana Quer con un sentimiento que trasciende el muy débil que genera el alud de noticias luctuosas con que cada día nos desayunamos, comemos y cenamos. Esas imágenes de niña grande, y por ello, de alguna manera, doblemente niña, nos mostraban una y otra vez el candor, la ingenuidad, la belleza, que sabíamos arrebatadas para siempre, borradas de la faz de la tierra, por algún indeseable del tipo de El Chicle, que hasta en ese extremo de lo peor acertábamos.

En lo íntimo de muchos españoles, las campanadas de fin de año sonaron tristes, como para musicar una alegría particularmente ficticia. Se acababa de saber que, en efecto, habían matado a la niña.